Lo he dicho y escrito en innumerables ocasiones, y de hecho, es una de las tesis por las que he sido criticado en más ocasiones: en un mundo donde los smartphones son una extensión inseparable de nuestra vida cotidiana, prohibir su uso en las aulas no solo es una medida retrógrada, sino una renuncia irresponsable al deber de educar.
Es una forma de rendición, de claudicación pedagógica frente a la complejidad del presente. En lugar de enseñar a los alumnos a utilizar de forma crítica y eficaz una herramienta que tendrán permanentemente en sus bolsillos, preferimos mirar hacia otro lado y soñar con aulas «libres de distracciones», como si el problema fuese el dispositivo y no la falta de propósito educativo.
Una investigación publicada recientemente en