La posible salida a bolsa de SpaceX marca un punto de inflexión que va mucho más allá de Elon Musk, de sus urgencias financieras o de su conocida tendencia a convertir cada decisión corporativa en una especie de teatro para el espectáculo personal: es, en realidad, el momento en que la conquista del espacio deja de ser un proyecto científico, estratégico o hasta civilizatorio, para transformarse de manera explícita en un producto financiero destinado a alimentar la maquinaria de expectativas de los mercados. Lo que antes se vendía como un proyecto con financiación privada para «garantizar la supervivencia de la especie humana» se prepara ahora para venderse, con el mismo entusiasmo, en forma de acciones cotizadas y con promesas de rentabilidad exponencial.
La paradoja es evidente: Musk lleva años diciendo que SpaceX no saldría a bolsa hasta que sus vuelos a Marte fueran rutinarios, que el escrutinio trimestral de los mercados era incompatible con la ambición a largo plazo de convertirnos en una especie multiplanetaria, y que mantener a SpaceX en manos privadas era poco menos que una condición necesaria para evitar las presiones del cortoplacismo bursátil. Y, sin embargo, ahora nos encontramos con una carta a inversores internos, una operación de venta secundaria que la valora en torno a los ochocientos mil millones de dólares y un mensaje inequívoco: la compañía más poderosa de la industria espacial se prepara para cotizar en 2026. Después de años criticando públicamente el funcionamiento de los mercados, después de amenazas histriónicas de excluir Tesla de la bolsa alegando una financiación inexistente, Musk ha descubierto que para atraer decenas de miles de millones hacia sus planes, no hay mejor herramienta que la misma que supuestamente despreciaba.
Es difícil recordar aquel episodio del «take Tesla private« con financiación fantasma y sanción de la SEC, y no preguntarse cómo va a ser la relación entre Musk y los reguladores cuando lo que esté en juego no sea simplemente un fabricante de coches, sino el proveedor casi exclusivo de lanzamientos para la NASA, el Pentágono y media industria satelital: la tentación de usar el hype de la conquista de Marte para colocar papel a minoristas y fondos es brutal.
Lo que está en juego es enorme, porque SpaceX no es un actor más: es la empresa que ha redefinido completamente el precio y la frecuencia del acceso a la órbita, la que ha obligado a Europa a replantear Ariane, la que ha dejado a ULA y a buena parte de la industria tradicional en estado de shock, y la que controla Starlink, una red satelital que ya se ha convertido en infraestructura crítica para la defensa, las comunicaciones y la economía de numerosos países. Su propia valoración, de casi medio billón de dólares siendo una compañía privada, es una anomalía gigantesca. Entregar todo eso a la volatilidad de los mercados públicos significa dejar la puerta abierta a un nuevo tipo de poder: no el de un gobierno o una agencia espacial, sino el de una corporación impulsada por una base global de accionistas que exigirán crecimiento constante, expansión sin freno y la promesa permanente de que el próximo salto tecnológico (centros de datos en órbita, misiones lunares, vuelos interplanetarios, infraestructura de inteligencia artificial desplegada desde el espacio, etc.) generará retornos cada vez mayores. No es difícil imaginar cómo un incentivo así puede moldear las prioridades de la empresa y, con ellas, buena parte del ecosistema espacial.
Para el resto de la industria, la noticia es como la caída de un meteorito. Una salida a bolsa de SpaceX fija un estándar imposible de ignorar: si los inversores están dispuestos a valorar casi en un billón de dólares un conglomerado que combina lanzadores reutilizables, una megaconstelación satelital y una narrativa ambiciosa sobre la colonización de Marte, ¿cómo competirán Rocket Lab, Blue Origin, los programas europeos o las iniciativas chinas e indias? La capacidad de SpaceX para financiar pérdidas durante años gracias al flujo de capital público puede convertir el sector en una carrera de armamento financiero en la que solo sobrevivan quienes consigan una narrativa de crecimiento suficientemente seductora. Y esa presión, lejos de acelerar misiones científicas, puede terminar transformando el espacio en un terreno dominado por la especulación, donde las decisiones tecnológicas se subordinen a la lógica del mercado.
Pero la implicación más inquietante no es industrial, sino política. Hoy ya existen gobiernos que dependen de Starlink para sostener comunicaciones en zonas de conflicto, ejércitos que diseñan estrategias asumiendo la disponibilidad de esa infraestructura y debates encendidos sobre el poder que tiene Musk para decidir dónde y cuándo se activa un servicio que, de facto, condiciona dinámicas geopolíticas. Convertir SpaceX en una empresa cotizada amplifica ese poder y lo mezcla con otro todavía más imprevisible: el de los accionistas y fondos de inversión que exigirán una gestión orientada al beneficio, no a la estabilidad o al interés público. ¿Qué significa, por ejemplo, que una compañía cuyo valor en bolsa depende del crecimiento constante controle una de las mayores redes de satélites del planeta? ¿Qué implica que esa empresa, además, opere el sistema de lanzamientos más fiable y barato del mundo y tenga en sus manos la llave de múltiples programas gubernamentales? La dependencia pública de una infraestructura privada ya es problemática; si mañana esa infraestructura está al servicio del casino bursátil, el riesgo, obviamente, se multiplica.
La salida a bolsa de SpaceX no acelerará necesariamente la exploración espacial en el sentido noble del término. Lo que acelerará será la «financiarización» del espacio: la conversión de la órbita baja en un activo especulativo, la apropiación privada de segmentos orbitales limitados, el uso de satélites como plataformas de datos para alimentar modelos de inteligencia artificial, la subordinación de proyectos científicos a promesas para analistas. La transformación del espacio, ese lugar que siempre representó lo más cercano a un bien común global, en un mercado de futuros. Y todo ello envuelto en la retórica épica de «salvar a la humanidad».
La pregunta ya no es si SpaceX saldrá a bolsa, sino qué significa que el futuro del espacio dependa de las expectativas de Wall Street. Porque cuando el principal proveedor de lanzamientos del planeta, el operador de la mayor constelación de satélites y la punta de lanza de la exploración humana decide que la mejor forma de financiar su ambición es competir en el tablero del mercado, lo que está en juego no es solo el valor de una acción. Es, literalmente, quién controla el espacio.


En otra epoca eso seria una buena noticia para la humanidad.
Pero resulta que el entorno geopolitico, con Trump y Putin coaligados en su proposito de destruir la UE, con el dueño de Space X emprendiendo de nuevo una campaña de apoyo total a la ultraderecha europea por la nueva multa de 120 millones a X, y una China que nos hace competencia creciente y existencial en nuestras fortalezas economicas, hace que no nos podamos permitir depender de una infraestructura que dependa de la buena voluntad o condescendencia de nuestros propios enemigos.
Y que decir de nuestros enemigos internos y nuestro caballo de Troya , la ultaderecha europea , coaligada firmemente con el Trumpismo y arropada ahora por los partidos de derecha.
El asedio a Europa hará que haya que pensarse muy bien el voto, ya no por razones de castigo a la corrupcion que comparado con lo que nmos viene es el chocolate del loro, si no pensando en la misma existencia de la UE, y en eso si que podemos influir con un voto que no ayude a nuestros enemigos.
En este mismo blog, se preguntaba hace más de 4 años, cuando China
pateó el hormigueroaplacó las ambiciones de Jack Ma con la salida a bolsa de Ant Group:Y concluía con la no menos provocadora pregunta:
Bueno, me temo que de hecho, ya lo estamos viendo. Creo que pasados cuatro años, las pruebas están a la vista, incluso para opinar acerca de la expresión:
Bueno. Dicho todo esto, creo que es hora de hacerse la inćomoda pregunta:
Con la mandarina presidencial a cargo (su banda de secuaces) y sus escleróticas desiciones ¿qué creen que va a terminar pasando con este engendro?
En la Luna, que solo esta a 1.3 segundos a la velocidad de la luz de la Tierra, pasados 50 años de nuestra primera visita, aun no hemos puesto la piedra fundacional de la colonia lunar. En Marte, que esta a 20 minutos a la velocidad de luz, esrazonable suponer que tardaremos 500 años en instalar la primera piedra fundacional.
Pereo seamos optimistas y pensemos que sólo tardaremos la quinta parte, 100 años en iniciar la conquista de este planeta. No se cuanto cree que le queda de vida a Musk, pero hay que ser muy optimista para que piense que estará vivo cuando se inicie la colonización de Marte.
Con todo de todas las obras de este mió rico mal educado que es Musk, la mas meritoria el la que ha realizado con SpaceX.