Lo que Occidente aún no quiere admitir sobre el modelo chino

IMAGE: A symbolic illustration showing a glowing lightbulb filled with gears held by a red, robotic hand, with contrasting Western and Chinese cityscapes in the background, representing industrial power, speed, and technological rivalry

Para no admitir sus propios errores, Occidente ha construido un mito cómodo: que China avanza porque no respeta la propiedad intelectual.

No es cierto… pero sirve como coartada.

Es lo que podríamos llamar «un cuento chino»: eso de que «allí no hay propiedad intelectual, todo se copia, y esa ausencia de fricción obliga a competir hasta que solo sobreviven los mejores ejecutores» es una narrativa cómoda, porque convierte un problema complejo, el de la política industrial, el capital dirigido, la búsqueda de escala, las cadenas de suministro y la coordinación estatal, en una fábula moral con un único villano: la propiedad intelectual «occidental», supuestamente lenta y burocrática. El problema es que, como casi todos los cuentos cómodos, es fundamentalmente falso.

No, China no ha abolido la propiedad intelectual. En absoluto. De hecho, la ha reforzado y la ha institucionalizado, y lo ha hecho de una manera que debería incomodar a cualquiera que siga repitiendo el mito de la «China sin propiedad intelectual». Desde 2014 existen en el país tribunales especializados en propiedad intelectual, integrados en un sistema judicial que se ha ido ampliando y sofisticando con el tiempo, como puede comprobarse en la propia documentación de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (WIPO). A la vez, China ha endurecido la aplicación en áreas que considera estratégicas para ordenar su mercado interno y proteger a empresas que ya han alcanzado escala. La propiedad intelectual no desaparece: se convierte en una herramienta más dentro de una estrategia industrial bien planificada.

Si lo de «allí no hay propiedad intelectual» fuese cierto, sería difícil explicar un dato bastante elemental: China es uno de los grandes motores del crecimiento mundial de solicitudes de patentes. Los últimos informes de la WIPO muestran que el aumento global de solicitudes sigue estando impulsado en buena medida por Asia, con China como actor central. Un país que desprecia la propiedad intelectual no invierte a esa escala en registrar, litigar y construir todo un aparato institucional alrededor del sistema. Eso lo hace quien quiere capturar valor y controlar la cadena completa, no simplemente fabricar para otros.

Entonces, ¿qué es lo que realmente está pasando, y por qué este argumento simplista resulta tan fácilmente creíble? Porque lo que sí existe es una competencia feroz, pero impulsada por algo mucho más determinante que la ausencia de patentes: una política industrial masiva, explícita y sostenida en el tiempo. Made in China 2025, con todas sus evoluciones y cambios de nombre posteriores, no fue un simple eslogan, sino una hoja de ruta para movilizar capital, permisos, suelo e incentivos hacia una serie de sectores considerados prioritarios. El resultado no es sólo volumen, sino también velocidad.

El caso del vehículo eléctrico ilustra muy bien cómo funciona este modelo sin necesidad de recurrir a teorías conspirativas sobre la propiedad intelectual. China no lidera el sector porque «copie sin consecuencias», sino porque durante años empujó financiación, infraestructuras, demanda pública y competencia interna hasta convertir el mercado en una carrera de ejecución. Decenas de fabricantes compitiendo con márgenes mínimos aceleraron el aprendizaje, la reducción de costes y el control de la cadena de suministro. Cuando el sector empezó a consolidarse, la protección regulatoria y de propiedad intelectual pasó a ser más relevante, no menos.

El mismo patrón se observa en la energía solar, donde China domina la fabricación global tras haber financiado masivamente capacidad productiva, aceptando sobrecapacidad y guerras de precios como parte consciente del proceso de conquista industrial. Lo que algunos creen que es «un desastre» y «un mercado distorsionado» es, en realidad, un efecto buscado activa e intencionadamente, y en último término, la clave de la competitividad china a nivel internacional. Es imposible luchar contra ellos, porque esa estrategia los ha convertido en los mejores y los más eficientes del mundo.

En ese contexto, la propiedad intelectual funciona como un interruptor. Se aplica con mayor rigor cuando conviene estabilizar un mercado, proteger campeones nacionales o consolidar posiciones dominantes, y se toleran zonas más grises cuando el objetivo prioritario es acelerar la difusión y el aprendizaje. Esa selectividad, más que una supuesta inexistencia, es lo que desde fuera se percibe como «en China no hay propiedad intelectual». Al mismo tiempo, persisten como en todas partes algunas prácticas problemáticas, documentadas incluso por el propio gobierno de Estados Unidos en su informe Section 301 sobre China, que forman parte de un ecosistema de presión tecnológica más amplio, aunque no lo definan por completo.

La consecuencia para Europa y Estados Unidos es la parte que más cuesta pronunciar en voz alta: durante demasiado tiempo se confió en que el mercado, por sí solo, bastaría para sostener el liderazgo tecnológico e industrial. Esa etapa ha terminado. Estados Unidos lo ha asumido con el CHIPS and Science Act y la movilización explícita de recursos públicos para reconstruir capacidad en semiconductores. Mientras, la Unión Europea intenta avanzar, con bastante más fricción interna, en la misma dirección con el Net-Zero Industry Act y su intento de asegurar fabricación en tecnologías clave para la transición energética.

La pregunta, por tanto, no es si debemos copiar el modelo chino. La pregunta real es si estamos dispuestos a admitir que, sin política industrial, sin estrategia de escalado y sin asumir que la velocidad también importa, no hay construcción de soberanía tecnológica posible. Es la gran ventaja china: la capacidad de seguir estrategias plenamente intencionadas y marcadas a muy largo plazo. Seguir negándolo no nos hace más virtuosos, ni más «liberales», ni más… nada: nos hace simplemente menos relevantes.

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