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La firma como absurdo reflejo del pasado

De vez en cuando, alguna situación cotidiana, típicamente relacionada con trámites burocráticos, te llevan a retrotraerte al siglo pasado y a darte cuenta del enorme absurdo que suponen algunas prácticas aún no erradicadas debido fundamentalmente a la costumbre, pero que hace mucho tiempo que deberían estarlo.

Para mí, la más clara de todas ellas es la firma. ¿De verdad alguien piensa, en pleno siglo XXI, que una firma de una persona en un documento demuestra algo? Ayer tuve un trámite en una notaría que estuvo a punto de tener que repetirse y de hacerme volver a pasar por allí simplemente porque se les había pasado darme un documento a firmar. Un documento en el que tenía, supuestamente como prueba de algo, que haber estampado un garabato absurdo que no dice absolutamente nada ni prueba absolutamente nada, salvo que a alguien le dio, hace muchos años, por considerar supuestamente acreditativo de mi identidad.

Es completamente absurdo. Mi firma no demuestra absolutamente nada, y su uso como prueba tendría que haberse erradicado hace mucho tiempo de la práctica jurídica y mercantil. La puedo cambiar cuando me dé la gana, pueden copiármela o imitarla con total facilidad, pueden digitalizarla sin problemas en la infinidad de tiendas y pantallas en las que tengo que intentar penosamente hacerla cada dos por tres, y puedo negar haberla hecho cuando quiera. Es uno de los elementos de seguridad más débiles y absurdos que existen, pero por alguna absurda razón, seguimos considerándola un elemento probatorio, y atribuyendo a la firma de un contrato un elemento de ceremonia, de supuesta acreditación. En el esquema de práctica actual, es todavía más absurdo: ¿de verdad tengo que creerme que la firma que hice en el terminal de un repartidor acredita que yo recogí un producto enviado a mi casa? Es completamente absurdo, cualquiera puede firmar y puede hacer el garabato que estime oportuno, y nunca servirá para acreditar absolutamente nada. ¿Vale de algo firmar una tarjeta de crédito, o firmar en una pantalla en una tienda, algo afortunadamente en desuso? La mayoría de los contratos que firmo desde hace tiempo los hago simplemente copiando mi firma digitalizada y pegándola en un documento en formato pdf o de otro tipo, algo que pueden hacer indistintamente otras personas de mi confianza que tienen ese archivo. ¿De verdad alguien se hace la ilusión de que esa firma acredita algo? ¿Cuál es o debe ser el valor de una firma? Hace años pasaba con el fax, aún en uso en algunas empresas anticuadas… ¿por qué razón peregrina debe ser válida una firma de un contrato de cualquier tipo a través de un fax?

Tenemos que actualizar muchas prácticas heredadas del pasado. Que se suponga que el personal de embarque de un aeropuerto comprueba mi identidad cuando accedo al avión mirando mi documento de identidad, cuando tienen escasas fracciones de segundo para hacerlo y podría, en realidad, llevar el documento de cualquiera, resulta absurdo como método de comprobación. El algoritmo de reconocimiento facial de mi iPhone o el sensor de huella digital de otros smartphones deberían tener mucho más valor a la hora de demostrar mi identidad que un documento físico o que un absurdo garabato. En un mundo en el que 5,000 millones de personas de las 5,300 millones de personas mayores de edad tienen un dispositivo de telefonía móvil siempre encima, ¿no deberíamos pensar en buscar formas de utilizarlo como token de seguridad para cada vez más cosas en lugar de recurrir al absurdo e inútil garabato? ¿Podemos empezar a aplicar el sentido común en estos temas, actualizar nuestras prácticas, y dejarnos de ceremoniales absurdos e incómodos que no prueban nada?


This post is also available in English on my Medium page, «Can we finally bid farewell to good old John Hancock?«


Enrique Dans

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Enrique Dans

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