A mediados de febrero del año pasado, coincidiendo con las primeras preocupaciones incipientes derivadas del coronavirus, comencé a tener reuniones a través de videoconferencia de manera habitual. En marzo, con el primer confinamiento, se convirtieron en prácticamente diarias: cuando no era una reunión, era una clase o una conferencia. Lo que al principio supuso simplemente utilizar aplicaciones que ya tenía, como Skype, Webex o Teams, evolucionó para convertirse en un hábito cada vez más especializado y basado en herramientas mucho mejores, en el que me iba encontrando cada vez más cómodo y menos limitado, hasta el punto de convertir mi uso de la videoconferencia en algo claramente diferencial – según me comentan alumnos o personas con las que me reúno. ...